La crisis, la Gran Crisis, que estamos viviendo, no es, como insistentemente nos quieren hacer creer, una crisis económica más: Nos encontramos ante un colapso civilizatorio, ante un apocalipsis cultural (como hubiera dicho De Martino), y sólo tratándolo como tal podremos reconducir la situación, producir la metamorfosis que propone Edgar Morin.
El rasgo fuertemente definitorio de la última etapa del capitalismo lo constituye la financiarización de la economía y, por ende, de la vida. Básicamente, consiste en que la esfera financiera adquiere un alto grado de autonomía y dominio (dicta sus propias leyes, al tiempo que se las impone a las demás esferas), basando su dinámica de acumulación en la compraventa de dinero. De esta manera genera, necesariamente, burbujas, cuyo desinfle sólo deja riqueza “real” en las posiciones dominantes del sistema. [1]
En consecuencia, la estabilidad del Sistema Financiero se convierte en el Bien Supremo al que debe sacrificarse cualquier otro bien inferior, incluido, por supuesto, el bienestar de las sociedades. Pero esta “estabilidad” es un eufemismo: Lo que realmente se trata es de alimentar la dinámica del sistema, la misma dinámica que nos ha conducido a la crisis; es decir, la sociedad ha tenido que acudir al rescate del sistema financiero no para cambiarlo, sino para que pueda seguir manteniendo su misma dinámica, su misma lógica, so pena de provocar un colapso de la Sociedad (nada de extraño tiene, pues, que los tímidos intentos por “regular” el sistema financiero no hayan ido más allá de su formulación).
Pero ahora son las sociedades las que piden al sistema financiero que acuda a su rescate, porque han quedado exhaustas y con enormes endeudamientos. Y aquí entra en juego la asimetría del proceso inverso: Si hubo que rescatar al Sistema Financiero por el bien de todos, por el bien de todos el rescate financiero de las sociedades debe hacerse reforzando los intereses del Sistema Financiero, para que no vuelva a ocurrir una catástrofe similar… ¿Qué significa esto? Sencillamente, que hay que detraer riqueza de las sociedades para dar garantías (para inyectar dinero) al Sistema, de forma que pueda mantener su dinámica lógica. Nos encontramos, así, en el enloquecido viaje de los Hermanos Marx, consumiendo los vagones para alimentar la locomotora. ¡Más madera!
La clave del tardocapitalismo, que se despliega en los años setenta del siglo pasado apoyado en una violencia física de terrible memoria, y que se instituye en los años ochenta con las doctrinas de Reagan y Thatcher en el llamado neoliberalismo, coloca la esfera financiera del capital como Ser Supremo, al que todas las otras realidades deben plegarse; ya Adam Smith advirtió, hace casi dos siglos, sobre los peligros de supeditar la sociedad a la economía. De esta manera se ha borrado la autonomía de sociedades e individuos, pauperizando, cuando no destruyendo, toda forma efectiva de ejercicio de la democracia.
Por ello, los discursos moralistas que atribuyen la actual crisis a la “pérdida de valores” son radicalmente falsos, cuando no manipuladores. El diagnóstico lo tenemos que hacer desde la inversión que realiza el paradigma neoliberal dominante: Si la razón suprema de las sociedades (para progresar) es el lucro, ¿qué sentido tienen la solidaridad, la cooperación, las culturas, la familia… ¡y todo lo que se quiera añadir procedente de las viejas sociedades!? Ninguno, salvo en sus formas de mercantilización. Y más: la especulación, la corrupción, no son fenómenos tóxicos que provoquen la crisis, son una condición necesaria del paradigma imperante para realizarse.
Así pues, no se trata de apelar a una imposible recuperación de los valores perdidos, sino de trabajar en las formas de minar la lógica del paradigma imperante haciendo emerger nuevos paradigmas, nuevas lógicas para el desarrollo de nuestras sociedades. ¿Otra vez el viejo topo? Y, ¿por dónde horadar la lógica del Sistema Imperante? En mi opinión, tenemos que recuperar radicalmente (es decir, de raíz) el concepto de autonomía; y utilizo a Castoriadis: [2]
“Pero, ¿qué significa autonomía? Autós, sí mismo; nómos, ley. Es autónomo quien se da a sí mismo sus propias leyes. (No quien hace lo que le apetece: quien se da leyes.) Pero esto es algo tremendamente difícil. Para que un individuo se dé a sí mismo su ley, en los ámbitos donde esto resulta posible, es necesario que pueda osar enfrentarse a la totalidad de las convenciones, las creencias, la moda, a los doctos que siguen sosteniendo ideas absurdas, a los medios de comunicación, al silencio de los demás, etc. Y, para una sociedad, darse a sí misma su ley significa aceptar enteramente la idea de que es ella la que crea su propia institución, y que lo hace sin poder apelar a ningún fundamento extrasocial, a ninguna norma de la norma, a ninguna medida de la medida. Así pues, esto equivale a decir que es ella la que ha de decidir qué es justo e injusto –esta es la cuestión con la que tiene que ver la verdadera política (no, evidentemente, la política de los políticos que hoy ocupan la escena).”
Y, en esta paradoja entre lo existente y lo posible, cabe preguntarse: ¿Dónde se ubica el movimiento cooperativo? [3] El movimiento cooperativo se mueve en una cierta bipolaridad: En un polo, constituye un movimiento socioempresarial de enorme interés; siguiendo el planteamiento de Arizmendarrieta (el fundador del grupo cooperativo Mondragón), sitúa el capital como dependiente del trabajo, lo que genera efectos positivos en múltiples ámbitos (la identificación de los socios cooperativistas con su proyecto, la identificación con el territorio, la democracia en la propiedad próxima a su realidad factual, la inserción en su contexto social, etc.) [4]
Pero, en el otro polo, sigue produciéndose una atracción fatal hacia los modelos imperantes de gestión y organización del trabajo, que, en gran medida, causa y consecuencia de la crisis a la que asistimos, estructuran un tipo de funcionamiento empresarial donde impera la dependencia, la alienación del objeto y resultado del trabajo, asimilando el primordial impulso cooperativo al funcionamiento de la empresa tradicional. Creo que éste es el gran reto de futuro al que se enfrenta el movimiento cooperativo: No solamente pasar la propiedad a sus socios trabajadores, sino liberar el trabajo para generar, a través de la potencia de sus integrantes, formas nuevas y más creativas de generación de riqueza social.
Y concluyo con un párrafo de mi artículo citado:
“La conciencia del trabajador y de los equipos de productores de su potencia –todo lo producido sólo es producido por él y por ellos, lo demás es sobredeterminación– es consustancial a la toma de conciencia de que, frente a los cantos de sirena de las globalizaciones que nos invitan a ser obedientes y felices consumidores, el poder de hacer, de transformar, reside hoy en todos nosotros, en nuestras relaciones sociales, en nuestras redes de comunicación, en nuestras decisiones y nuestras acciones. En palabras de Virno [5] “Aristóteles había dicho que las formas de vida del ser humano eran tres: trabajo –poíesis–, política –praxis–, y vida teorética –pensamiento puro. Bueno, yo creo que otra de las grandes innovaciones del postfordismo y de la multitud es que existe una confusión y una superposición entre estas tres formas de vida: el trabajo contiene en sí muchos aspectos del pensamiento y de la política.” Y en este sentido, este apoderamiento de nuestra potencia comunitaria, colectiva, puede extenderse al conjunto de nuestra vida social y política, donde, no lo olvidemos, también están anclados los viejos principios de la exterioridad, la obediencia, la repetición. Si somos conscientes de que podemos, de que ya podemos, creo que lo haremos.”
Notas
[1] He tratado este enfoque ampliamente en “Política de la riqueza, riqueza de la política”, publicado en hobest.edita
[2] C. Castoriadis “Figuras de lo pensable” CÁTEDRA (1999)
[3] He tratado este tema en mi artículo “Trabajo cognitivo, cooperación, democracia” en “Democracia económica. Hacia una alternativa al capitalismo” Icaria (2011)
[4] Un ejemplo de estos efectos puede verse en Cooperativismo como ejemplo de economía sólida, “sin burbujas”
[5] P. Virno. “Gramática de la multitud” Traficantes de sueños (2003)