Educación y conocimiento: desestructuración creativa

Sarrera

Este artículo recoge la ponencia pronunciada en Donostia en 2003 dentro de las Jornadas de Innovación Pedagógica organizadas por los Berritzegunes de Gipuzkoa.

De forma muy generalizada, cuando hablamos de innovación educativa o de calidad en la educación nos estamos refiriendo a métodos (educativos u organizativos) y herramientas de gestión. Porque damos por supuesto que el concepto educativo está suficientemente establecido, de manera que nuestra acción innovadora consiste en mejorar su aplicación.

Considero que este enfoque, sin duda bienintencionado, es, sin embargo, temerario. En efecto, en los últimos cien años hemos asistido a profundas transformaciones de nuestras sociedades, transformaciones que han tendido a acelerarse en el último tercio del pasado siglo y que desembocan en una crisis de enorme magnitud (cuya manifestación más global y evidente constituye la guerra permanente) en los albores del siglo XXI. Transformaciones y crisis que se extienden en el ámbito de la producción, de la sociedad, del consumo (y de su ausencia), de la política… ¿está la Educación fuera de estas oleadas de cambio? Desde luego que no. Pero sí podemos preguntarnos quiénes y desde dónde reflexionan sobre el hecho educativo, sobre su papel e influencia en nuestros tiempos.

Es decir, por encima de mejorar decididamente lo que hacemos se mueven los planos que contienen interrogantes tales como: ¿Qué significa la educación en las crisis y transformaciones del siglo XXI? ¿Para qué estamos educando? ¿A quién sirve nuestra forma de enfocar la educación? ¿Responden nuestros sistemas educativos al por-venir o reflejan únicamente la tradición del siglo XX? Desde luego, no pretendo ni tener ni dar respuestas a estos interrogantes –de enorme alcance, por otro lado– pero sí hacer una aproximación al contexto crítico en el que la educación se debate.

Voy a centrarme, especialmente, en lo que representa la Educación Secundaria y Universitaria por dos razones: La primera, instrumental, porque es el objeto de estas jornadas; la segunda, porque es en estos tramos educativos donde se articula en forma más inmediata el paso del joven a las esferas del trabajo y la ciudadanía, evidenciando en mayor medida las contradicciones del sistema.

Crisis…

La historia de la humanidad es la historia de su capacidad de producir, tanto objetos como subjetividades; el trabajo, adopte las formas que adopte, recorre como un flujo de vida y creación toda nuestra evolución. Nada de extraño tiene, pues, que sean las transformaciones en nuestra capacidad de producir y todos los sistemas y subsistemas que las acompañan, influyen y son influidas por ellas, las que marcan las crisis y tránsitos que vivenciamos.

En los últimos cien años hemos sido protagonistas de dos transformaciones fundamentales en nuestras formas de producir que han marcado el conjunto de nuestros sistemas (sociales, culturales, políticos y educativos): Se trata de lo que denominamos de forma común como fordismo y postfordismo.

El fordismo supone la instauración de la producción en masa, en la que el trabajador (“mano de obra”) se pone al servicio de la cadena productiva, se configura como atributo de la máquina, en una jerarquía de supervisores, capataces y ejecutivos que deben garantizar el funcionamiento del mecano como si fuera un reloj. En este sistema el conocimiento queda restringido a una inmensa minoría –sea técnico, científico, o de gestión– y se contiene en la máquina como saber estabilizado para siempre. La enorme mayoría de la población trabajadora sólo debe aportar sus habilidades físicas, su fuerza de trabajo, de manera que la persona queda escindida entre su condición de obrero (en la que se eliminan los supuestos de inteligencia y emoción, ya que estos interrumpen el mecanismo) y de ciudadano (donde la personalidad puede manifestarse, siempre dentro de unos condicionantes).

Entre los años sesenta y setenta comienza a hacerse evidente la emergencia de un nuevo tipo de trabajo, que va a ser profundizado y exponencialmente extendido por la impresionante explosión de las tecnologías de la información y la comunicación. Se trata, claro está, del trabajo inmaterial, de lo que hoy denominamos trabajo del conocimiento. Al tiempo que multitud de tareas de la cadena productiva han sido automatizadas e informatizadas, la información se convierte en un input abundante y barato del sistema productivo; pero la información sólo puede ser valorizada (convertida en valor) por la acción del conocimiento –si yo no sé inglés, no puedo dar valor a un texto escrito en este idioma–, de manera que transita para convertirse en el factor masivo de valorización y, por tanto, de producción. Es este fenómeno el que define el paso del fordismo al postfordismo.

En el sistema de producción fordista el sistema de mando se basó –en la fábrica y en la sociedad– en la disciplina, ya que era esencial que cada uno cumpliera exactamente las órdenes recibidas para que la cadena funcionara. Sin embargo, en el postfordismo se produce una quiebra de esta forma de dominación, ya que el trabajo inmaterial no puede ser ordenado y dirigido como si de una máquina se tratase, que viene reflejada en el eslogan de mayo del 68 “¡la imaginación al poder!”. El trabajo inmaterial introduce un elemento de enorme importancia: la subjetividad. Así como el trabajo material quedó sujeto a la definición científica propuesta por Taylor –tareas muy bien definidas, micromovimientos, ordenación suprema del mecanismo…– el trabajo del conocimiento, al ser este estrictamente personal (sólo la persona tiene conocimiento, aunque este se realice en lo social, en la cooperación), nos remite al afecto, al deseo, a la voluntad.

Pero mientras asistimos a la emergencia de esta formidable fuerza productiva (el conocimiento generalizado, expandido a todos los ámbitos de la producción y la reproducción, el General Intellect, en expresión de Marx) nuestras estructuras empresariales, sociales y políticas permanecen ancladas en la hora del industrialismo. El tratamiento de la contradicción se traslada, entonces, al control del nuevo factor emergente, al control de la subjetividad. Se despliegan así, en el campo de la producción, multitud de escuelas reconociendo la aparición de una nueva era al tiempo que tratan de reconducirla al sistema imperante: Reingeniería, Calidad Total, Participación, Gestión del Conocimiento, Liderazgo, Excelencia, y un largo etcétera.

A ello acompaña en el campo de lo sociocultural el paso desde la Modernidad (culto absoluto a la Razón) hacia la postmodernidad, la predominancia de la imagen, de lo virtual, del consumo, de la individualidad; la declaración del fin de la historia.

Cabe, por tanto, hacerse una pregunta: ¿Hemos llegado al fin del trabajo, de la historia, como anuncian los intelectuales orgánicos del Sistema? Creo que nada más lejos de nuestras realidades y acontecimientos; lo que tal vez hayamos alcanzado es el fin de la prehistoria…

… Y transitos

La explosión del conocimiento como factor masivo de producción contiene implicaciones de gran trascendencia, que conducen al cuestionamiento tanto del fordismo como del postfordismo, de la modernidad y la postmodernidad. Lo que hoy, en plena convulsión mundial, aparece con claridad es que los sistemas de disciplina y control no pueden contener la fuerza de la nueva realidad productiva. Hagamos, pues, un breve recorrido por las contradicciones que el nuevo sistema productivo hace emerger (por los tránsitos que nos invita a recorrer):

  • El conocimiento se mueve siempre en los límites, entrando en el vacío entre el ser y el llegar a ser, colmando este vacío. Excluye, pues, la predicción del tiempo finito, la repetición como esencia del ser. Exige la creación, la innovación, el continuo emprender para realizarse.
  • Mientras el capital se globaliza –un euro es igual a otro euro en cualquier latitud– el trabajo (del conocimiento) se localiza, ya que ningún acto de conocimiento es igual a otro, y se expande y repliega en forma de redes de conexión, de movimientos no limitados de interacciones.
  • El concepto de tiempo se quiebra. En el sistema industrial el tiempo era –y sigue siendo– la medida del trabajo repetitivo, de forma que una hora es idéntica a la siguiente, y, en consecuencia, la medida del valor generado y del salario. El tiempo del conocimiento es intensidad, es decir, asimetría absoluta entre cada dos momentos. Como todos sabemos en nuestras vidas, dos instantes son diferentes necesariamente en la intensidad de nuestras emociones, de nuestras acciones, de nuestras reflexiones. Fin, pues, del tiempo mensurable, controlable; apertura a lo inmensurable. Kairòs se erige en lugar de Cronos como tiempo del conocimiento creativo.
  • Por su propia esencia, el conocimiento –personal, cooperativo, diverso, en continua transformación– como fuerza generadora implica la diversidad más absoluta, la ruptura de límites y fronteras, la trascendencia de categorías y clasificaciones. Se realiza en la multitud diversa, multirracial, multicultural, multinacional, aleatoria, que se postula como protagonista de su propio devenir indefinido, abierto, sin finalidades preestablecidas por ninguna cúpula de poder. La generación de conocimiento carece de clasificación.
  • El conocimiento como potencia productiva escinde la propiedad de los medios materiales de producción (el capital) de la generación de valor, abriendo una profunda contradicción entre lo legal y lo real que todavía no sabemos cómo se traducirá.
  • El poder del conocimiento es “poder para” la influencia, la convicción, el debate, el diálogo, la autoridad del saber para transmitir… Tiene, por tanto, como esencia, su oposición al “poder sobre” basado en prerrogativas sociales o políticas, de jerarquías artificialmente construidas sobre sí mismas. Avanza la idea de un poder constituyente siempre abierto en la faz del “poder constituido” definitivamente cerrado sobre sí mismo.
  • El conocimiento como potencia generadora no puede quedar contenido en las estructuras y límites de nuestras organizaciones tradicionales, diseñadas para la disciplina y el control, para la determinación de medias, medidas y segregaciones. Por esencia, es expansivo e inclusivo, de manera que la uniformidad lo asesina y la diversidad le da la vida, lo alimenta y oxigena.

El conocimiento expandido, en incremento permanente, convertido en el factor masivo de producción y reproducción, es una fuerza revolucionaria; no al modo de las revoluciones que hemos conocido en los siglos anteriores (ya no hay tomas de la Bastilla ni del Palacio de Invierno), sino con una potencia nueva que está todavía por encontrar su escenario. Cabe, pues, preguntarnos en este contexto de transformación: ¿dónde está la educación?

El espacio de la educación

La educación ha seguido un curioso itinerario en los últimos cuarenta años: Mientras el trabajo migraba desde lo material hacia lo inmaterial, la comunidad educativa era, cada vez de forma más clara, conducida hacia el fordismo como modo de existencia. La universalización de la educación responde a las demandas del sector productivo, a las exigencias de una sociedad cada vez más rica, a la necesaria democratización de la sociedad y sus instituciones. Los privilegios de una enseñanza elitista aparecían como insoportables en la nueva era que se anunciaba. Pero, ¿qué ha pasado?

  • De ser el sector educativo (particularmente, la Universidad) el que in-formaba y formaba a la sociedad, ahora es esta (desde sus múltiples instituciones) quien informa y determina la formación que el sector educativo debe generar. Programas, contenidos, tiempos, ideas… quedan claramente establecidos y deben ser seguidos con precisión por los docentes (“El Gobierno fijará el 70% del contenido de todas las carreras”, EL PAIS 4 de junio de 2003). Hay una primera inquietante constatación (de nuevo, y en adelante, me refiero a la educación secundaria y universitaria): la educación no crea conocimiento, reproduce y transmite el que ha recibido de otros ámbitos sociales.
  • De forma consecuente con este enfoque, el profesorado ha sido “proletarizado” en el sentido más industrial del término. Mientras el trabajo de la fábrica migraba hacia actividades con más contenido de conocimiento y cooperación, a la automatización de las tareas repetitivas o de esfuerzo físico (aunque persistan en muchos lugares), el profesor era individualizado –aislado de cualquier colectivo, incluyendo sus alumnos–, programado para reproducir lecciones repetitivas, para cumplir un horario rígidamente establecido. Su tiempo de producción es el tiempo de la clase impartida, siendo los tiempos restantes adicionales, complementarios a su tarea.
  • La universalización de la educación proponía una democrática igualdad de oportunidades; pero nuestros sistemas sociales, culturales y políticos permanecen en una democracia no realizada. Por tanto, nuestros sistemas educativos han derivado hacia la segregación en el seno de la supuesta universalización de la enseñanza, hacia la acentuación del control y la discriminación. La medida no ha sido desafiada, sino, más bien, acentuada para evitar el “coladero” que el acceso de los menesterosos al hecho educativo podía suponer. El efecto no deja de ser llamativo: Antes, los desheredados ya sabían que no tenían acceso al mundo ilustrado; ahora, en gran medida, deben sufrir, además, la frustración de su fracaso por haberlo intentado, la culpa.
  • En este brutal ejercicio del Poder sobre nuestros niños y jóvenes –en su clasificación, segregación, recompensa o castigo, determinación indecente de su evolución futura– se manifiesta, no ningún tipo de objetividad, sino la subjetividad de quienes pueden determinar –mientras no digamos todos lo contrario– qué trabajador futuro quieren, qué ciudadano futuro quieren, y, por tanto, quiénes traspasan las líneas determinadas por ellos y quiénes quedan condenados de por vida al fracaso escolar.
  • Y un hecho preocupante: El profesorado, llamado por su esencia a generar contextos de conocimiento y, por tanto, de libertad y realización, se ve –más allá de su buena voluntad y de su profesionalidad– obligado a actuar como “agente de la autoridad” educativa. Además de operario de la educación se le exige que sea “policía de tráfico” del devenir de sus alumnos, condicionando así su presente y su desarrollo futuro, en función de normas y criterios que escapan de su aceptación y de su ámbito de actuación.

En estas mismas Jornadas, la magnífica conferencia de Begoña Martínez (“Educación en la diversidad y cambio educativo”) realiza un sugerente recorrido por la evolución de la educación –relacionado con la construcción del discurso sobre la diversidad– en la última mitad del siglo pasado, con el que coincido ampliamente, por lo que me remito a su texto (publicado en http://www.gipuztik.net/)[1] en este aspecto. Sin embargo, sí quiero hacer algunas precisiones en esta evolución del hecho educativo y de sus manifestaciones institucionales.

En primer lugar, insistir en un concepto que está presente, desde mi óptica, en la exposición de Begoña Martínez: Las reformas consecutivas de la educación constituyen modificaciones en las metodologías educativas, los sistemas de tratamiento de la diversidad/diferencia, y la inclusión de normativas y leyes que las sostengan, concentrando debates entre los saltos entre unas y otras variantes. Pero en ningún caso explicitan el problema de fondo del sistema educativo, esto es, su inserción y conexión con los sistemas productivos, sociales, políticos e institucionales que, en una u otra manera, lo determinan –cuando no lo sobredeterminan…– eludiendo así un problema clave. Es decir, operan como si la acción educativa fuera una esfera con leyes propias, únicamente referentes a su interior, a su acción profesional (nótese la similitud con el hecho productivo, en el que la cadena de producción contiene su propia lógica y leyes, ajenas a lo que ocurre fuera de la fábrica). Dicho de otra forma, se modifican sus métodos y enfoques mientras permanecen intocables sus supuestos básicos, estructurales e institucionales; al no modificar su función pretendida –despliegue sobre lo social– esta se repliega continuamente sobre la estructura misma del hecho educativo para sobredeterminarla.

Retengamos, pues, una idea que nos va a guiar en el tratamiento de la crisis del sistema educativo y en sus potenciales vías de superación: El problema de la educación no son sus metodologías ni la capacidad profesional de sus actores; remite, más bien, al hecho de que la institución educativa está inmersa en un campo de fuerzas de espectacular magnitud y en una profunda mutación: Las fuerzas provenientes de la transformación de la producción y el trabajo, de las transformaciones sociales y de las transformaciones y profundas crisis políticas; en este campo de fuerzas, el protagonismo de la institución educativa ha sido eliminado, reduciéndola a un papel claramente subsidiario, de sumisión al curso convulso y complejo de los acontecimientos que la entornan y definen, dictando desde su exterior –con base en su consideración de “bien público”– lo que debe ser. Toda ausencia de poder (entendido como potencia de transformación) contiene en su seno la corrupción…

Educación y crisis

Por ser un tema especialmente sensible (por sus repercusiones familiares y sociales y por su encuadre político, como bien público) la educación está siempre sometida a la crítica desde diferentes ópticas. Dicho esto, ¿podemos afirmar, como lo hacen los intentos reformistas de diferentes gobiernos, que la educación está en crisis? Posiblemente, sí, pero siempre que nos apresuremos a añadir que las raíces y características de esta crisis no difieren sustancialmente de los otros planos de crisis que cruzan nuestras sociedades y vidas:

  • En el plano del trabajo asistimos a la crisis del postfordismo. En efecto, el intento de integrar el trabajo vivo (a través del control de la emocionalidad) en el marco establecido del sistema industrial y en los métodos de apropiación capitalista choca con la gigantesca capacidad de despliegue del conocimiento como fuerza masiva de producción, en desafío permanente a las estructuras de mando y control empresariales.
  • En el plano de la sociedad, asistimos a la crisis de la postmodernidad, manifestada en la contradicción entre el predominio del consumo (su invasión de todos los ámbitos de la vida) y el potencial del conocimiento para desplegarse en la sociedad-red en la busca de nuevos valores y en el encuentro con nuestra humanidad, que puede reflejarse en el conocido eslogan “otro mundo es posible”.
  • En el ámbito de lo político asistimos al vaciamiento del Estado-nación y, por ende, a la crisis de la “democracia representativa”, colocándonos en una potente contradicción entre la concentración de poderes en lo que hemos dado en llamar el Imperio y la conexión de poderes difusos, diversos, aleatorios, de la multitud como cuerpo social de conocimiento (una de cuyas manifestaciones más claras se produjo el 15 de febrero).

Así pues, si situamos la crisis en las convulsiones que se derivan de las concentraciones gigantescas de poder, capital y medios de comunicación confrontadas al constante despliegue desde lo local del conocimiento como potencia transformadora (generación de mil mesetas) para conectarse en forma expansiva en la sociedad-red, es fácil entender que la educación se sitúa en un punto clave de la contradicción: Al fin y al cabo, es (o debería ser, en su sentido más amplio) una institución clave en la conformación del conocimiento como tipología y de la ciudadanía como valor.

En este contexto es muy ilustrativa la iniciativa del ministro de Educación de Francia, Luc Ferry, al escribir una “Carta a todos aquellos que aman la escuela” proponiendo una reforma del sistema educativo –en línea, aunque explicitando sin rubor alguno los argumentos de fondo, con la “Ley de Calidad” en España– en la que persigue poner fin a “la crisis provocada por valorar la innovación en detrimento de la tradición, la autenticidad a despecho del mérito, la diversión contra el trabajo y la libertad ilimitada en lugar de la libertad limitada por la ley” para señalar que “con Mayo del 68 se entró en la ideología de lo espontáneo, en la valoración de la expresión de uno mismo, de la autenticidad, de la creatividad, el rechazo de las herencias pasadas…” Advierte, así mismo, del profundo error que supone poner al alumno en el centro de la acción educativa. Su enfoque es claro si lo referimos a las características del conocimiento como factor masivo de producción y como potencia transformadora de lo social y lo político (generador de la biopolítica o “política de los cuerpos”, en expresión de Foucault, o antropolítica, en expresión de Morin); en efecto, para ser el conocimiento, conexión inextricable del pensamiento, el deseo y la acción, exige:

  • Libertad, ya que su carácter expansivo le obliga a crecer y, por tanto, a traspasar continuamente fronteras, al nomadismo. Las limitaciones impuestas por la disciplina y el control son siempre restricciones –aunque constituyan referentes– a la fuerza creadora del conocimiento.
  • El deseo como fuerza impulsora, ya que los seres humanos desplegamos nuestra capacidad de conocimiento en torno a aquello que buscamos, a aquello que deseamos, y en su alcance experimentamos placer…
  • La innovación como construcción de lo nuevo es la esencia del conocimiento, ya que este como fuerza productiva siempre se sitúa en el vacío entre lo que es y lo que deviene, lo que llega a ser. Es, pues, una fuerza fronteriza.
  • Al ser el conocimiento una esencia del individuo, aunque manifestado y desplegado en la cooperación, exige la autenticidad, la expresión del sí mismo, ya que en su ausencia no hay aportación de conocimiento, sino sólo repetición de lo conocido, de lo informado. Y en ese mismo sentido, la persona se constituye en protagonista de la acción cognitiva, en sujeto, evadiendo la sumisión a lo ya conocido, objeto pasivo de la transmisión.

Ferry, pues, propone con claridad el terreno de la reforma: Reconducir la educación al tratamiento del conocimiento –y del ser– establecido en los sistemas disciplinarios y de control, los existentes en el fordismo y el postfordismo. Y el trasfondo del conflicto también aparece con claridad, como adelantara Barnett hace diez años: ¿Quién va a dominar el conocimiento como el gran potencial de producción –de objetos, pero también de subjetividades, no lo olvidemos– de nuestros tiempos, el Estado como representante cada vez más ninguneado del capital o la sociedad como depositaria y productora del conocimiento, el General Intellect? La apuesta de Ferry es diáfana; ¿cuál es la nuestra?

Desestructuración creativa

Desde mi deseo como persona y mi óptica como profesional, la clave de la transformación educativa consiste, esencialmente, en posicionarse en la transformación productiva y social que se está desplegando; por decirlo de otra forma, por cuestionar su rol pasivo en los flujos de transformación social y convertirse en un agente activo de los mismos. En estos casos –y máxime en la convulsión que vivimos entre el viejo mundo que lucha por afianzar sus formas de poder y la nueva sociedad que busca crear de forma nueva las suyas– no existen recetarios ni fórmulas mágicas de aplicación universal; coherentemente con la contradicción, son miles de voluntades y deseos los llamados a alumbrar los caminos de la transformación.

Ciertamente, las líneas de reflexión que voy a proponer como avance no son en absoluto originales y han sido formuladas decenas de veces; lo que intento sea una modesta aportación es su enfoque desde un sistema coherente, desde las condiciones que reclama la emergencia de la sociedad del conocimiento. Es decir, explicitar las corrientes de fondo que recorren estas proposiciones. Para ello, conviene recordar los tres ejes actuantes del despliegue del conocimiento como fuerza transformadora:

  • El conocimiento se despliega siempre desde lo local hacia lo global, dado que su producción y reproducción conectan al individuo –como único ser esencial de conocimiento– con lo social en redes de cooperación (siempre locales, es decir, localizables). En consecuencia, su clave es el acontecimiento, el instante cargado de significados, lo que ocurre cuando ocurre.
  • El conocimiento siempre se origina en la necesidad y el deseo, en lo que queremos, y, por tanto, se traduce en contextos de afecto; la idea de equipo, de comunidad, incluye siempre un grado de complicidad afectuosa, un querer sentirse embarcados en el mismo proyecto de futuro.
  • El conocimiento se reconoce y multiplica en la multitud, en la diversidad infinita de individuos conviviendo y cooperando, por tanto, en la imposibilidad de lo uni-forme (reproducción continua de lo mismo) y de la reducción a la medida. Los rasgos de la multitud multicultural, multirracial, multilingüe, aleatoria, diversidad siempre abierta a su despliegue en nuevas diversidades, son inmensurables, no categorizables.

Partiendo de este enfoque, propongo las siguientes líneas de reflexión para la transformación de la acción educativa:

  • Centrar el hecho educativo en la estrecha cooperación entre el profesor y el alumno, reconociendo el papel de sujeto activo del conocimiento de este y la capacidad de aprender en la relación de aquel. No limitarse a la mera transmisión de conocimientos existentes, sino establecer sistemas de cooperación para generar nuevas modalidades de conocer (intelectuales, emotivas y actuantes).
  • Desestructurar los actuales sistemas de gestión y dirección –herederos del fordismo– para centrar la emergencia de la gestión en el aula, entendida como lugar y tiempo del acontecimiento, en la medida en que constituye el lugar natural de cooperación entre alumnos y profesores y centra la acción educativa y la generación de conocimientos múltiples.
  • Repensar el papel del profesorado, superando la condición de proletarización a la que ha sido sometido, para transitar desde ser “trabajadores con conocimientos” a trabajadores del conocimiento, agentes activos de la transformación de la educación y la sociedad. Ciertamente, esta propuesta incluye la aceptación de un cierto grado de ansiedad en el cambio de rol (desde luego, trascendental) que puede ser atenuada por la configuración de equipos (de aula, de ciclo, de centro) en los que compartir experiencias y decisiones.
  • Desplegar decididamente formas de actuación autónomas en todos los niveles (aulas, centros, comunidades) conectándolas a través de redes de cooperación intercentros y de grupos de interés, expandiéndolas en sus contextos sociales y culturales, e impulsando de nuevo redes de cooperación socioeducativa.
  • Superar el ámbito cerrado de la “asignatura” y el departamento (o seminario) para abrirse a la integración de conocimientos, a las conexiones múltiples y diversas que conforman un saber en evolución y recreación.
  • Entender que el aula, el centro, la comunidad educativa, son fractales de la multitud, de la diversidad en movimiento, y que, por tanto, deben enfocarse, en su tratamiento y gestión, desde el afecto, para situar el hecho educativo profundo fuera de la medida (es decir, en ruptura con la diferencia categorial, con la disciplina discriminante y con el control para las determinaciones del Poder).

Creo que una orientación de este tipo exige, como condición, transformar la idea del Tiempo. En efecto, el tiempo de la educación (sobre todo, secundaria y universitaria) es tiempo asalariado, tiempo de la producción repetitiva, del pliegue sobre sí mismo de los conocimientos del pasado, repetidos una y otra vez, uno y otro año. Es el tiempo de alquiler de la fuerza de trabajo, de la producción de piezas siempre idénticas, el tiempo del salario. El tiempo del conocimiento es tiempo de intensidad, de variabilidad aleatoria, por tanto (ningún instante puede reducirse al anterior ni al siguiente en ninguna escala identificadora), y así remite permanentemente a la conversación como medida de la intensidad, a la cooperación como potencia de la realización. Mientras en nuestros ámbitos educativos tengamos nuestros tiempos de trabajo sujetos a la medida de la tarea, al alquiler de la fuerza de trabajo, al programa de producción, y sólo una escasa porción del tiempo –adicional, marginal, especial– sea tiempo de creación, de comunicación, de cooperación, estamos cogidos en una trampa –por muy buenas intenciones e ideas que tengamos…

Reflexión final, pues: Es necesario romper el tiempo de la producción para generar el tiempo de la cooperación; sólo este abre las puertas a la transformación.


Bibliografía

R. Barnett “Los límites de la competencia. El conocimiento, la educación superior y la sociedad.” Gedisa (2001)

M. Foucault “La volonté de savoir” Gallimard (1976)

E. Morin “Introducción a una política del hombre” Gedisa (2002)


[1] La página web http://www.gipuztik.net/ ya no está activa, no sabemos si temporal o definitivamente. Proponemos la siguiente lectura, sin conocer con exactitud si se trata o no del mismo texto al que se hace referencia en el texto, pero que intuimos contendrá ideas similares: “El discurso de la educación en la diversidad en los albores del XXI”, Begoña Martínez Domínguez, accesible en http://www.nodo50.org/movicaliedu/diversidadbegona.PDF [nota de editor, fecha 24/04/2013]


Descargar archivo en pdf con el texto de la ponencia en castellano: “Educación y conocimiento: desestructuración creativa”

Descargar archivo en pdf con la versión publicada en la revista Nexe: “Educació i coneixement: desestructuració creativa”

Argitaratua

Una traducción al catalán se recoge en la revista Nexe, nº 15, de enero de 2005.

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