El brutal cambio de escenario que se desencadena en 2008 –aunque viniera gestándose desde la década de los setenta– ha roto muchas de las certezas que se habían acuñado hasta entonces, aunque no han sido substituidas por teorías solventes. Por tanto, reina el miedo, la incertidumbre, la parálisis de la acción. Es decir, una retroalimentación negativa que nos sumerge, más y más, en la crisis.
En este escenario ha venido cobrando fuerza una tendencia con raíces seculares en nuestra civilización judeocristiana, por más que se proclame “moderna”: Ante la necesidad imperiosa de adecuar nuestras organizaciones a unas condiciones radicalmente diferentes, y ante la dificultad de hacerlo desafiando los paradigmas imperantes desde hace más de un siglo, el discurso –y el recurso– consiste en que hay que cambiar la mentalidad de los “organizados” para que se identifiquen con la Organización.
No creo exagerar lo más mínimo: Las librerías de los aeropuertos están llenas, en su sección de Management, de libros de autoayuda, destinados, ora bien, a convertir a su lector en un líder en media hora, a hacerse rico jugando a la Bolsa, u ora también, a convertirse en un monje escapando de las tribulaciones de este mundo convulso. Pero contra estos intentos ya había advertido Popper [1] hace más de cincuenta años:
“De otra parte, los problemas conectados con la incertidumbre del factor humano tienen que forzar al utópico, le guste o no, a intentar controlar el factor humano por medio de instituciones y extender su programa de tal forma que abarque no sólo la transformación de la sociedad, según lo planeado, sino también la transformación del hombre. […] El utopista bienintencionado parece no advertir que este programa implica una admisión de fracaso aun antes de ser puesto en práctica. Porque sustituye su exigencia de que construyamos una nueva sociedad que permita a hombres y mujeres vivir en ella, por la exigencia de que moldeemos a estos hombres y mujeres para que encajen en su nueva sociedad. Esto claramente hace desaparecer toda posibilidad de contrastar el éxito o fracaso de la nueva sociedad. Porque los que no gustan de vivir en ella, sólo demuestran por este hecho que aún no son aptos para vivir en ella; que sus impulsos humanos necesitan ser organizados más aún. Pero sin la posibilidad de contrastes o pruebas, cualquier afirmación de que se esté usando un método científico queda sin base.”
DISCURSOS
¿Cuál es la suposición que subyace a estas pretensiones “transformadoras”? Que el contexto, la institución, están dados de antemano, generados desde la exterioridad (heteronomía), por lo que “transformar” significa transformar a las personas que lo habitan para adaptarse a él. Es decir, “modelar” su personalidad (sus “actitudes”, según los “expertos” en estos empeños) para que se adapten a lo que se espera de ellas. Ni que decir tiene que ello conlleva, necesariamente, un cierto grado de violencia, más o menos sutil, más o menos abierta (procesos de inclusión/exclusión, sistemas de premio/castigo, etiquetaje de los individuos, etc.). Pero esta violencia tiene que quedar oculta, subyacente, recubierta por el discurso emitido desde quienes tienen poder para hacerlo y que sólo admite ruegos y preguntas. No es posible establecer ningún tipo de diálogo. Ciertamente, esto tiene su réplica en el coaching y técnicas similares, en las que se establece un pretendido diálogo entre el “paciente” y el psicoanalista, siendo este último el “sujeto supuesto saber”; es decir, manteniendo una superioridad de origen sobre aquél. De esta forma, el discurso sólo tiene, en el mejor de los casos, sentido para quien lo emite, pero su recepción es absolutamente aleatoria, cuando no errática, entre quienes lo reciben. Ignora lo que ya dijo Ortega y Gasset el siglo pasado: “Yo soy yo y mi circunstancia.”
LUGARES
Nuestros teólogos de la Sociedad de la Información nos han anunciado que nuestras sociedades son líquidas, en las que todo es posible. Sin embargo, si miro a mi alrededor, ¿qué es líquido? Los flujos financieros y los poderes a ellos asociados. ¿Son líquidos los navegantes de las pateras? ¿Son líquidos los habitantes de los campamentos de refugiados? ¿Somos líquidos los griegos, los portugueses, los españoles, u otros países rescatados?
Si miramos a nuestra realidad, nos encontramos, en nuestras organizaciones, mucho más cerca de los cubículos de Dilbert que de ninguna organización líquida. De hecho, los lugares (lugares de encierro, que dijo Foucault) marcan la estructuración de nuestras sociedades y organizaciones: el puesto de trabajo, el despacho, el aula, el diván del psicoanalista, la clínica, la oficina del INEM, etc. Todo ello vigilado y controlado por un Panóptico que Foucault no pudo imaginar, incluyendo esos “hombres de negro” que controlan las políticas de nuestros países en nombre de una autoridad superior a la que no hemos dado nuestros votos ni conocemos. Kafka es más apropiado para explicar este intento.
Nuestras sociedades y organizaciones, salvo honrosas excepciones, no son líquidas ni lo pretenden. Se estructuran en lugares a los que acude cada persona para desempeñar su función, en esa circunstancia y en ese tiempo; lo que ocurre en esos lugares es integrado, más mal que bien, por capas superiores en poder que lo remiten al mercado o a la sociedad. Y, lógicamente, cada persona tiene una función asignada: Soy tornero, soy profesora de matemáticas, soy inspector de hacienda, etc. Es decir, cada persona tiene, no sólo su lugar en la organización, sino, por extensión, su lugar en la vida.
De esta forma, es el lugar que ocupa cada persona el que, en cierto modo, le condiciona y moldea, adecua su comportamiento a una función predeterminada que le es exigible. Y estos lugares, ni que decir tiene, son lugares de la repetición, de cuyos ocupantes se espera un comportamiento previsible: La repetición de la tarea, el gesto productivo, la lección reproducida sin cesar… La diferencia introduce una disfunción en el sistema de funcionamiento difícilmente asimilable. A su vez, estos lugares están integrados a través de contextos institucionalizados, que les dan un cierto sentido (normas, leyes, costumbres…) a la vez que realizan una integración más o menos artificial de los mismos en un supuesto sentido común, compartido.
CONTEXTOS [2]
Por tanto, moldear a la persona significa adaptarla cada vez mejor a su lugar, al lugar que le ha sido asignado: A la familia, al puesto de trabajo, al aula, a la profesión, a la clínica, al cuartel, a la prisión, a la religión, a la patria… La Institución apenas se hace visible, es siempre una capa de exterioridad que parece dada de antemano, pero que determina el comportamiento de los lugares. El contexto, en buena lógica religiosa, se nos aparece como una institución natural que se pretende eterna (pues, si declarara su debilidad/temporalidad, sería rápidamente susceptible de ser socavada).
Por tanto, transformar nuestras organizaciones o sociedades no pasa por cambiar a las personas (intento absurdo, por otra parte, como nos recuerda Mikel Jaureguibeitia en el artículo citado), sino en cambiar los contextos en los que nos desempeñamos; y cambiarlos en el sentido de abrir espacios para que pueda darse una dialéctica entre la Institución y sus habitantes, entre lo instituido y lo instituyente.
Porque “transformaciones” pueden darse en direcciones muy diferentes, como bien saben los “golpistas” contra la democracia de toda índole. ¿Cómo actúan? Suprimiendo espacios de diálogo (más de tres personas reunidas exige el permiso de la “autoridad competente”), limitando la expresión a mínimos, persiguiendo la libertad de opinión, culpabilizando la libre decisión, etc. Es decir, diseñando contextos en los que crezcan el miedo, la esclerosis política, la ausencia de comunicación, la dependencia… sabiendo que esto será suficiente para “cambiar” a muchas personas, en este caso el cambio de ciudadanos a súbditos.
La transformación que nosotros pretendemos se sustenta en el protagonismo de las personas que componen la organización, en el “autorizarse” de las mismas, como dice Mikel Jaureguibeitia, no en cambiarlas. Aprendamos, pues, de los “golpistas” (para hacer lo contrario, obviamente) y diseñemos contextos poblados de espacios de encuentro y debate, de múltiples flujos de comunicación, de múltiples puntos de decisión individual y colectiva, donde la autonomía sea una riqueza y no una actitud reprobable… ¡y dejemos de perseguir a las personas para que cambien!
[1] K. Popper. Miseria del historicismo. Taurus (1961)
[2] Mikel Jaureguibeitia escribe en el mismo número de hobest.edita un excelente artículo, con el que coincido plenamente, por lo que evitaré ser repetitivo con sus contenidos