El rasgo fuertemente definitorio de la última etapa del capitalismo lo constituye la financiarización de la economía y, por ende, de la vida. Básicamente, consiste en que la esfera financiera adquiere un alto grado de autonomía y dominio (dicta sus propias leyes, al tiempo que se las impone a las demás esferas), basando su dinámica de acumulación en la compraventa de dinero. De esta manera genera, necesariamente, burbujas, cuyo desinfle sólo deja riqueza “real” en las posiciones dominantes del sistema.
En consecuencia, la estabilidad del Sistema Financiero se convierte en el Bien Supremo al que debe sacrificarse cualquier otro bien inferior, incluido, por supuesto, el bienestar de las sociedades. Pero esta “estabilidad” es un eufemismo: Lo que realmente se trata es de alimentar la dinámica del sistema, la misma dinámica que nos ha conducido a la crisis; es decir, la sociedad ha tenido que acudir al rescate del sistema financiero no para cambiarlo, sino para que pueda seguir manteniendo su misma dinámica, su misma lógica, so pena de provocar un colapso de la Sociedad (nada de extraño tiene, pues, que los tímidos intentos por “regular” el sistema financiero no hayan ido más allá de su formulación).
Pero ahora son las sociedades las que piden al sistema financiero que acuda a su rescate, porque han quedado exhaustas y con enormes endeudamientos. Y aquí entra en juego la asimetría del proceso inverso: Si hubo que rescatar al Sistema Financiero por el bien de todos, por el bien de todos el rescate financiero de las sociedades debe hacerse reforzando los intereses del Sistema Financiero, para que no vuelva a ocurrir una catástrofe similar… ¿Qué significa esto? Sencillamente, que hay que detraer riqueza de las sociedades para dar garantías (para inyectar dinero) al Sistema, de forma que pueda mantener su dinámica lógica.
No hace falta ser Nobel de Economía para entender que esta extracción de recursos genera desorbitadas tasas de desempleo, pobreza, deterioro de todos los servicios sociales básicos, desigualdades lacerantes… ¡y recesión! Es decir, pérdida añadida de riqueza y de potenciales recursos para crearla. Y estas fórmulas no son nuevas; ya fueron aplicadas por el FMI y el BM en las crisis de Asia y América Latina, con los resultados que todos conocemos (tanto Stiglitz, en “El malestar de la globalización”, como el reciente informe interno del FMI referido a la etapa Rato, ponen de manifiesto cómo en estos organismos la incompetencia se añade al servilismo frente a los poderes. Y, no nos equivoquemos, no son “irregularidades” del sistema, son regularidades que permanecen y lo alimentan).
Así, hoy como ayer, estos rescates se fundamentan en el secuestro, en primer lugar, de la soberanía (la democracia) de los países señalados por el dedo inquisidor de quienes, irónicamente, Krugman llama “los vigilantes de los bonos”, para adoptar las políticas económicas impuestas (en formas de ajustes, sacrificios, paro, pobreza, indefensión social…) y poder así aspirar a una improbable prosperidad futura. Mientras tanto, la recompensa para los rescatadores son los suculentos beneficios que reparten entre quienes están próximos al poder decisorio.
Nos encontramos, así, en el enloquecido viaje de los Hermanos Marx, consumiendo los vagones para alimentar la locomotora. ¡Más madera!