Hace ahora aproximadamente un año, cuando ya la presencia de la pandemia era evidente, escribí en estas mismas páginas un artículo cuyo título tomé de Kant: “¡Obedeced, pero pensad!”1. En él ya adelantaba mis dudas sobre las formas en que se estaba abordando la situación. Y finalizaba con un deseo: “… ¡¡¡y volveremos a abrazarnos!!!”.
Pues bien, ha transcurrido un año y, obedientes como hemos sido, el mandato “¡pensad!” se hace cada vez más imperioso. En efecto, como ya entonces podíamos temer, el grueso de medidas sociosanitarias se ha basado en la restricción de derechos fundamentales, como la movilidad, la reunión, y otros, a través de estados de excepción caracterizados como Estados de Alarma. Es decir, ha imperado el autoritarismo a la espera de que funcione y llegue la tan deseada vacuna.
Pero ya es bastante evidente que los remedios sociomédicos, aunque evidentemente necesarios, por sí solos no funcionan. De hecho, la pandemia ha sacado a la luz algo que todos sabíamos pero, parece, preferíamos ignorar: que las condiciones estructurales de la sociedad (de esta sociedad) contribuyen a la difusión desigual e irregular del virus.
Así, el pasado mes de septiembre, Richard Horton publicaba en la revista The Lancet un artículo con el título “No es una pandemia”. Sin negar que sea una pandemia, Horton introducía el término sindemia para buscar un mayor poder explicativo a lo que está sucediendo: La sindemia es una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos mágica y definitiva. Es, pues, un cuadro epidémico en el que la enfermedad infecciosa se entrelaza con otras enfermedades, crónicas o recurrentes, asociadas a su vez a la distribución desigual de la riqueza, la jerarquía social, el mayor o menor acceso a vivienda o salud, etc., factores todos ellos atravesados por una inevitable marca de raza, de clase y de género.2
Esta condición sindémica provoca que la evolución de la pandemia y su impacto estén sujetos a la impredecibilidad y la incertidumbre, por lo que las medidas institucionales para frenar su expansión, en muchas ocasiones improvisadas, resultan patéticamente insuficientes, agotan la paciencia de la ciudadanía y contienen claros perjuicios para muchos sectores socioeconómicos. Y todo ello, sin entrar en el fondo del tema, en la necesaria transformación estructural de nuestras sociedades.
La tan esperada y deseada inyección de los fondos europeos a nuestras maltrechas economías debería y podría servir de acicate para abordar los cambios estructurales necesarios para, en la medida de lo posible, evitar que futuras situaciones catastróficas se vean alimentadas y ampliadas por unas estructuras que tienden, por su injusticia y sus desigualdades lacerantes, a ampliar su gravedad. Pero, para ello, es necesaria la acción política, los acuerdos y pactos para construir una sociedad justa, solidaria, con un sector público potente que garantice derechos básicos como la sanidad, la educación o la vivienda.
Ha transcurrido un año, y temo que todavía la comprensión de lo ocurrido siga sometida a la arbitrariedad de los cortos intereses políticos y económicos, por encima de la universalidad del bienestar y los derechos de la ciudadanía. Transcurrido un año, cierro con las mismas palabras que cerré el artículo de entonces:
“Y este movimiento, esta construcción colectiva, participada y solidaria, no admite liderazgos mesiánicos, “salvadores”, ni expertos dirigiendo el mundo, sino que exige construcciones inequívocamente democráticas, en las que todos y todas tengamos cabida y voz, más allá de nuestra clase, procedencia, edad, género, ocupación, raza, y un largo etcétera…”
1 Alfonso Vázquez, “¡Obedeced, pero pensad!”, Revista Estrategia Empresarial, nº 602, mayo 2020.
2 Santiago Alba Rico, “Capitalismo pandémico”, ctxt (2021)