Lo que el trabajo esconde, lo que la educación revela

Sarrera

Conferencia ofrecida por Alfonso Vázquez en las XVII Jornadas Pedagógicas organizadas por las Federaciones de las Ikastolas en marzo de 2010. Incluye la versión en euskera entregada en las jornadas: Zer dagoen lanaren atzean, zer uzten duen agerian hezkuntzak.

Algo que ya venía flotando en el aire, algo que venía recorriendo las venas del malestar, algo que ya sabíamos –o intuíamos– pero que no queríamos exponer, ha sido brutalmente colocado en primer plano por la Gran Crisis. Porque, al margen de las interpretaciones interesadas y reduccionistas, esta crisis no es –y sí es– una crisis financiera, una crisis cíclica de la economía, una crisis de la educación, una crisis ecológica… No es una suma de crisis, sino la crisis final de un modelo de desarrollo –no sólo económico, también social– que comenzó a pergeñarse hace cuarenta años y que obtuvo categoría de icono indiscutible en las dos últimas décadas, globalizándose. En este sentido, asistimos a una crisis civilizatoria, a lo que se ha llamado en otras ocasiones un apocalipsis cultural.

Los intentos que se están produciendo para restañar las heridas, tomando los temas aisladamente (las finanzas, la economía, la educación, el medioambiente…), sólo dejan una afirmación en el aire: el horizonte del Sistema es, sólo, la crisis; es decir, la repetición permanente de lo mismo que ha ocurrido. Porque, en ausencia de radicalidad (de ir a la raíz de lo que vivimos), no podemos afrontar las soluciones que necesitamos ni entender lo que ocurre; seguimos parcelando problemas, diagnósticos, y soluciones como si el sistema no hubiera alcanzado –y tal vez sobrepasado– sus límites, antes de despeñarse en la catástrofe. Parafraseando a Einstein, los conceptos que han creado estos problemas no sirven para resolverlos; necesitamos generar nuevos conceptos para tratar con la complejidad que hoy nos invade. Necesitamos una nueva forma de mirar.

En el año 2000 la Agenda de Lisboa anunciaba para Europa un futuro, a diez años vista, como líder en innovación a nivel planetario; el resultado está a la vista. Pero los “innovadores” no tienen carné. Hoy, las declaraciones más preclaras –más influyentes– se llenan de llamadas al papel de la educación en nuestras latitudes –y otras– como forma de afrontar la crisis. Los educadores sí tienen carné. Pero, ¿de qué educación estamos hablando? ¿Cuál es el papel realmente transformador de la educación? De esto vamos a hablar, brevemente, a continuación.

El rastro de la educación

Secularmente, la educación se ha movido entre dos polos y sus tensiones:

  • Por un lado, su labor clave como socializadora de niños y jóvenes. El problema de (con) la educación, tal como la concebimos hoy, se origina en el doble papel que juega en nuestras sociedades: La preparación de niños y jóvenes para su inserción en el mundo laboral, al tiempo que su socialización. La primera viene predeterminada, desde edades relativamente tempranas, por la orientación hacia una profesión, un oficio o un puesto de trabajo genérico, cerrando así otras posibilidades (por ejemplo, se estudian ciencias o letras, no ciencias y letras). La segunda viene determinada por la inserción en la clase social de procedencia del alumno o, en su caso, por el esforzado acceso a una clase superior de una minoría selecta.
  • Por otro lado, a nadie se le oculta el enorme potencial transformador que contiene el acto educativo, tanto en su faceta de transmisor y generador de conocimientos que permitirán al educando ser más autónomo en su vida, como de configurador de ciudadanía a través de los valores transmitidos. Y es aquí donde se genera la contradicción: Pues, en ausencia de sociedades idílicas, socializar significa insertar al joven en lo establecido, en sus reglas, costumbres y leyes, mientras que transformar significa activar el deseo de vivir y, por tanto, de crear, sociedades mejores, más justas, más plenas. Como veremos, esta tensión no es ajena a la llamada, hoy, crisis de la educación. [1]

Aun cuando hoy la educación –y, parcialmente al menos, los educadores– ha quedado subsumida en la institucionalización y en el imaginario colectivo dominante, no podemos olvidar que su papel a lo largo de la historia ha estado marcado por la grandeza y teñido por la tragedia del heroísmo: Hace más de dos milenios, Sócrates bebe la cicuta acusado de “corromper a la juventud” (hoy se le considera uno de los padres de nuestra civilización); son abundantes los episodios históricos en los que el maestro decide actuar más allá de las normas e instituciones para impulsar el imaginario radical de sus alumnos, para conectar sus vidas con sus deseos de realización, para crear atmósferas todavía por venir. Y pone la vida en ello, y paga con su vida… [2]

Quiero resaltar este aspecto porque, como en tantos otros temas, tendemos a pensar como dado ahistóricamente un estadio de la cuestión, en este caso el papel de cenicienta que la educación juega en nuestros días. Vamos a indagar en los orígenes y desarrollos de tal papel.

Lo que el trabajo esconde

Transformar cualquier situación o institución pasa, necesariamente, por ser capaces de diagnosticarla, pero no en el sentido habitual del término “diagnóstico”, referido a su contraste con lo establecido, con lo normalizado, sino recurriendo a la idea de Foucault de que diagnosticar es descubrir qué ocurre hoy que no había ocurrido antes.

Y, para empezar, parece necesario entender la profunda mutación de la esencia del trabajo en el último medio siglo.

Desde los años sesenta y setenta, el trabajo ha ido mutando de lo masivamente físico (la factoría industrial) a lo masivamente cognitivo. Este fenómeno no ha pasado desapercibido en nuestras empresas y sociedades, si bien se ha tratado de “capturar” la potencia de la subjetividad obrera para insertarla en las sociedades de control, como si nada hubiese pasado. Pero han pasado muchas cosas, aunque en el corto espacio de este artículo sólo puedo referirme a algunas (sin duda, importantes) de ellas.

Si entendemos el conocimiento como la conexión indistinguible de pensamiento, emoción y acción, y, por tanto, como un despliegue personalizado, aunque social, que contiene en sí altos grados potenciales de libertad (que no puede ser ordenado), no es difícil deducir –y, en cierto modo, constatar, aunque nublado por la ideología dominante– que la nueva esencia del trabajo tiende, por su propia naturaleza, a autonomizarse, perdiendo su dependencia del Capital como organizador del proceso productivo, de forma que este sólo puede aspirar a valorizar en términos monetarios el excedente producido. Pero viene a sumarse una complicación: En la medida en que la producción se autonomiza del capital y que sus protagonistas son conscientes de su potencia, la posibilidad de capturar el excedente en la economía real disminuye, al menos parcialmente (la burbuja especulativa de las empresas punto.com a principios de los noventa es representativa de este fenómeno).

El producto (valga la expresión, aunque limitativa) del trabajo cognitivo es siempre excesivo; no queda agotado en la mercancía (un producto o un servicio) sino que se expande en cada acto productivo, convertido en nueva potencia productora, de forma que genera (como ha sido visible en las últimas décadas) incrementos de productividad impresionantes, aun cuando, sin duda, nuestras estructuras empresariales y sociales, diseñadas para la era del trabajo físico, destruyan parcialmente tal productividad. Esta contradicción entre la potencia de producir y el dominio de la exterioridad (en sus formas de propiedad y de poder) está presente en la mayoría de las empresas que visito, en formas de falta de protagonismo, de incomunicación, de desmotivación… Es decir, el trabajo cognitivo contiene una potencia de generación de riqueza desconocida hasta la fecha, pero las estructuras que sostiene la lógica capitalista necesitan “reconducirlo” a su dominio (mientras, esquizofrénicamente, le animan a progresar, a ser creativo, flexible, autónomo…), ya que, en otro caso, todo el edificio quedaría puesto en cuestión. Esta contradicción de fondo ha venido haciendo al capital más atractivo el sector financiero, no sujeto –hasta ahora– a esta restricción, que la llamada “economía real”, el espacio donde realmente se produce valor.

¿Y qué ocurre con el trabajo en este sistema contradictorio? Ya hemos hecho notar que el trabajo cognitivo se extiende como factor masivo de producción; pero persiste un problema conceptual. El trabajo, en su forma histórica en el capitalismo (aunque hoy nos parezca lo natural) ha pasado de una subsunción formal en el capital –el primitivo “alquiler de fuerza de trabajo”– a la subsunción real de la sociedad en el capital –al final de toda exterioridad– convirtiéndose así en una mediación social; es decir, toda valoración de la persona y su entorno familiar viene referida a “en qué trabaja” y “cuánto gana”. Pero, a su vez, presenta otro rasgo esencial, que no ha sido superado por el trabajo cognitivo: constituye, por esencia, trabajo dependiente, asalariado y sujeto, por tanto, a la exterioridad del propio acto productivo. Y esta “idea” del trabajo es la que damos como natural, como transhistórica, en nuestras avanzadas sociedades…

Sin embargo, esta realidad es parte de la distorsión que está sufriendo nuestro sistema económico y social, en la medida en que la ley del valor sigue dirigiendo, mientras se ha esfumado en la práctica, las conductas industriales y empresariales. Es decir, mientras la productividad del trabajo (cada vez con más componente cognitivo) aumenta espectacularmente, la retribución del mismo sigue fijada en el valor horario, en las horas de trabajo, como forma comparativa de competitividad, de forma que la riqueza generada no puede revertir –en forma de compra– al sistema social y tiene que ser desviada a la esfera financiera.

Nos encontramos, pues, con una doble problemática: Mientras las condiciones tecnológicas y científicas han impulsado la transmutación del trabajo, desde su dominio físico a su carácter cognitivo, las estructuras sociales de dominación han encapsulado las relaciones de trabajo en estructuras que reducen, cuando no aniquilan, la potencia del trabajo del conocimiento. O, dicho más exactamente, nuestras estructuras están diseñadas para extraer valor del trabajo abstracto, dependiente, alienado de su objeto, y son incapaces –se destruirían– de captar y desplegar la esencia del trabajo vivo. Pero, al tiempo, en la medida que en nuestras formaciones sociales la forma trabajo media todas las relaciones sociales –esto no ha sido así en otras etapas de la historia–, se produce un “enmascaramiento” de esta contradicción, suponiendo la forma trabajo como algo dado, inmutable, transhistórica. Este “enmascaramiento” es clave para comprender la crisis de la educación en nuestro siglo.

Lo que la educación revela

De forma muy generalizada, cuando hablamos de innovación educativa o de calidad en la educación nos estamos refiriendo a métodos (educativos u organizativos) y herramientas de gestión. Porque damos por supuesto que el concepto educativo está suficientemente establecido, de manera que nuestra acción innovadora consiste en mejorar su aplicación.

Considero que este enfoque, sin duda bienintencionado, es, sin embargo, temerario. En efecto, en los últimos cien años hemos asistido a profundas transformaciones de nuestras sociedades, transformaciones que han tendido a acelerarse en el último tercio del pasado siglo y que desembocan en una crisis de enorme magnitud (cuya manifestación más global y evidente constituye la gran crisis) en los albores del siglo XXI. Transformaciones y crisis que se extienden en el ámbito de la producción, de la sociedad, del consumo (y de su ausencia), de la política… ¿está la Educación fuera de estas oleadas de cambio? Desde luego que no. Pero sí podemos preguntarnos quiénes y desde dónde reflexionan sobre el hecho educativo, sobre su papel e influencia en nuestros tiempos.

Es decir, por encima de mejorar decididamente lo que hacemos se mueven los planos que contienen interrogantes tales como: ¿Qué significa la educación en las crisis y transformaciones del siglo XXI? ¿Para qué estamos educando? ¿A quién sirve nuestra forma de enfocar la educación? ¿Responden nuestros sistemas educativos al por-venir o reflejan únicamente la tradición del siglo XX? Desde luego, no pretendo ni tener ni dar respuestas a estos interrogantes –de enorme alcance, por otro lado– pero sí hacer una aproximación al contexto crítico en el que la educación se debate.

En este contexto es muy ilustrativa la iniciativa del ex-ministro de Educación de Francia, Luc Ferry, al escribir una Carta a todos aquellos que aman la escuela proponiendo una reforma del sistema educativo en la que persigue poner fin a

la crisis provocada por valorar la innovación en detrimento de la tradición, la autenticidad a despecho del mérito, la diversión contra el trabajo y la libertad ilimitada en lugar de la libertad limitada por la ley-para señalar que-con Mayo del 68 se entró en la ideología de lo espontáneo, en la valoración de la expresión de uno mismo, de la autenticidad, de la creatividad, el rechazo de las herencias pasadas…

Advierte, así mismo, del profundo error que supone poner al alumno en el centro de la acción educativa. Su enfoque es claro si lo referimos a las características del conocimiento como factor masivo de producción y como potencia transformadora de lo social y lo político (generador de la biopolítica política de los cuerpos, en expresión de Foucault, o antropolítica, en expresión de Morin); en efecto, para ser,el conocimiento, conexión inextricable del pensamiento, el deseo y la acción, exige:

  • Libertad, ya que su carácter expansivo le obliga a crecer y, por tanto, a traspasar continuamente fronteras, al nomadismo. Las limitaciones impuestas por la disciplina y el control son siempre restricciones –aunque constituyan referentes– a la fuerza creadora del conocimiento.
  • El deseo como fuerza impulsora, ya que los seres humanos desplegamos nuestra capacidad de conocimiento en torno a aquello que buscamos, a aquello que deseamos, y en su alcance experimentamos placer…
  • La innovación como construcción de lo nuevo es la esencia del conocimiento, ya que este como fuerza productiva siempre se sitúa en el vacío entre lo que es y lo que deviene, lo que llega a ser. Es, pues, una fuerza fronteriza.
  • Al ser el conocimiento una esencia del individuo, aunque manifestado y desplegado en la cooperación, exige la autenticidad, la expresión del sí mismo, ya que en su ausencia no hay aportación de conocimiento, sino sólo repetición de lo conocido, de lo informado. Y en ese mismo sentido, la persona se constituye en protagonista de la acción cognitiva, en sujeto, evadiendo la sumisión a lo ya conocido, objeto pasivo de la transmisión.

Así, pues, la crisis de la educación revela con más claridad que la naturaleza velada del trabajo –y su contradicción de fondo– el subsuelo de la crisis sistémica a la que estamos enfrentados. Creo no exagerar nada si afirmo que la educación tendrá que ser el gran motor del desarrollo sostenible en el siglo XXI. Sólo sociedades más formadas, más cultas, más conscientes, al fin y al cabo, de sus propias realidades y potencialidades, estarán en condiciones de humanizar tanto nuestras relaciones como seres humanos –como sociedad cuanto nuestras relaciones con el ecosistema –como especie. Sin embargo, al tiempo que la educación representa el gran reto constituye, a su vez, el gran problema.

Si el tiempo de la producción se torna especialmente complejo, el tiempo de la educación enloquece; ya hemos comentado anteriormente que, inserta en los profundos cambios epocales que vivimos, pero incapaz de resituarse en ellos, la educación, que debiera aparecer como una vía privilegiada de avance y transformación, se presenta cada vez más como un problema aparentemente irresoluble. Y una entre otras, pero de máxima importancia, de sus causas consiste precisamente en la importación del concepto del tiempo de la producción al tiempo de la formación, del aprendizaje. En una conferencia pronunciada en San Sebastián en 2003 (Vázquez, 2005), decía, entre otras cosas:

“Creo que una orientación de este tipo exige, como condición, transformar la idea del Tiempo. En efecto, el tiempo de la educación (sobre todo, secundaria y universitaria) es tiempo asalariado, tiempo de la producción repetitiva, del pliegue sobre sí mismo de los conocimientos del pasado, repetidos una y otra vez, uno y otro año. Es el tiempo de alquiler de la fuerza de trabajo, de la producción de piezas siempre idénticas, el tiempo del salario. El tiempo del conocimiento es tiempo de intensidad, de variabilidad aleatoria, por tanto (ningún instante puede reducirse al anterior ni al siguiente en ninguna escala identificadora), y así remite permanentemente a la conversación como medida de la intensidad, a la cooperación como potencia de la realización. Mientras en nuestros ámbitos educativos tengamos nuestros tiempos de trabajo sujetos a la medida de la tarea, al alquiler de la fuerza de trabajo, al programa de producción, y sólo una escasa porción del tiempo –adicional, marginal, especial- sea tiempo de creación, de comunicación, de cooperación, estamos cogidos en una trampa –por muy buenas intenciones e ideas que tengamos…

Reflexión final, pues: Es necesario romper el tiempo de la producción para generar el tiempo de la cooperación; sólo este abre las puertas a la transformación.”

El tiempo de la educación –la impartición de clases– es, pues, un tiempo de producción asociado a un programa (de producción) y a un salario. Los conocimientos, complejos, interactuantes, son diseccionados, encapsulados en asignaturas y procesos programados de lecciones (lecturas) que transmiten al estudiante lo que han decidido las instancias burocráticas de turno como saberes convenientes y, en ningún caso, la capacidad real de aprender, de conocer a través de la interrogación de las realidades y los mundos. Al igual que la producción de la máquina, la producción educativa fija las horas para “aprender” tal o cual tema, en la idea de que en dos horas se aprende el doble que en una. La lección (lectura) nació en ausencia de la imprenta y se prolongó en ausencia de alfabetización universalizada. ¿Tiene algún sentido hoy, más allá de la pereza mental de gobernantes y burócratas, en nuestras sociedades? ¿No está significando una degradación clamorosa del papel del enseñante, que, en muchos casos, este desvía de su culpa a través del crimen de los suspensos masivos? De nuevo, vuelvo a mi conferencia mencionada en este apartado (Vázquez, 2005):

“La educación ha seguido un curioso itinerario en los últimos cuarenta años: Mientras el trabajo migraba desde lo material hacia lo inmaterial, la comunidad educativa era, cada vez de forma más clara, conducida hacia el fordismo como modo de existencia. La universalización de la educación responde a las demandas del sector productivo, a las exigencias de una sociedad cada vez más rica, a la necesaria democratización de la sociedad y sus instituciones. Los privilegios de una enseñanza elitista aparecían como insoportables en la nueva era que se anunciaba. Pero, ¿qué ha pasado?

  • De ser el sector educativo (particularmente, la Universidad) el que in-formaba y formaba a la sociedad, ahora es esta (desde sus múltiples instituciones) quien informa y determina la formación que el sector educativo debe generar. Programas, contenidos, tiempos, ideas… quedan claramente establecidos y deben ser seguidos con precisión por los docentes. Hay una primera inquietante constatación (de nuevo, y en adelante, me refiero a la educación secundaria y universitaria): la educación no crea conocimiento, reproduce y transmite el que ha recibido de otros ámbitos sociales.
  • De forma consecuente con este enfoque, el profesorado ha sido proletarizado en el sentido más industrial del término. Mientras el trabajo de la fábrica migraba hacia actividades con más contenido de conocimiento y cooperación, a la automatización de las tareas repetitivas o de esfuerzo físico (aunque persistan en muchos lugares), el profesor era individualizado –aislado de cualquier colectivo, incluyendo sus alumnos–, programado para reproducir lecciones repetitivas, para cumplir un horario rígidamente establecido. Su tiempo de producción es el tiempo de la clase impartida, siendo los tiempos restantes adicionales, complementarios a su tarea.
  • La universalización de la educación proponía una democrática igualdad de oportunidades; pero nuestros sistemas sociales, culturales y políticos permanecen en una democracia no realizada. Por tanto, nuestros sistemas educativos han derivado hacia la segregación en el seno de la supuesta universalización de la enseñanza, hacia la acentuación del control y la discriminación. La medida no ha sido desafiada, sino, más bien, acentuada para evitar el coladero que el acceso de los menesterosos al hecho educativo podía suponer. El efecto no deja de ser llamativo: Antes, los desheredados ya sabían que no tenían acceso al mundo ilustrado; ahora, en gran medida, deben sufrir, además, la frustración de su fracaso por haberlo intentado, la culpa.
  • En este brutal ejercicio del Poder sobre nuestros niños y jóvenes –en su clasificación, segregación, recompensa o castigo, determinación indecente de su evolución futura– se manifiesta, no ningún tipo de objetividad, sino la subjetividad de quienes pueden determinar –mientras no digamos todos lo contrario– qué trabajador futuro quieren, qué ciudadano futuro quieren, y, por tanto, quiénes traspasan las líneas determinadas por ellos y quiénes quedan condenados de por vida al fracaso escolar.
  • Y un hecho preocupante: El profesorado, llamado por su esencia a generar contextos de conocimiento y, por tanto, de libertad y realización, se ve –más allá de su buena voluntad y de su profesionalidad– obligado a actuar como “agente de la autoridad” educativa. Además de operario de la educación se le exige que sea “policía de tráfico” del devenir de sus alumnos, condicionando así su presente y su desarrollo futuro, en función de normas y criterios que escapan de su aceptación y de su ámbito de actuación.”

En otros escritos nos hemos referido a la subjetividad, al deseo, como elemento crítico en la construcción de la producción del conocimiento. Pero, de forma mucho más acentuada, si cabe, la capacidad de aprendizaje se moviliza en el deseo, en la interrogación, en la inquietud  por conocer aquello que nos interesa, que creemos puede ayudarnos a interpretar nuestras vidas. Romper la cosificación del tiempo, su división artificial en cuantos de conocimientos horarios, regresar a la integración del saber y la interrogación, al tiempo del acontecimiento, del descubrimiento, de la emoción (o de sus contrarios, que convivirán en el tiempo no uniforme, la repetición temporal, la oscuridad, la frustración…) constituye una condición básica para desplegar una nueva educación y una nueva sociedad. En expresión de Morin (2001) “Es imperativo que todos los que tienen a su cargo la educación estén a la vanguardia de la incertidumbre de nuestros tiempos.”  ¿Cuándo haremos que ese momento alumbre?

El trabajo de la educación

El trabajo de la educación, su producción virtuosa, que en gran medida es la vocación y tarea de los educadores, está atrapado en el círculo vicioso que se engendra en una sociedad mediada por una forma-trabajo específica que media todas sus relaciones sociales –incluyendo las educativas–, por el papel tutelar –basado en la consideración de bien público del acto educativo– de las Administraciones, y por la propia inmersión en la forma-trabajo dominante de sus profesionales. Este es el reto real de la educación para entrar en el siglo XXI como agente realmente transformador.

Quiero plantear dos interrogantes, altamente interconectados:

  • ¿Para qué tipo de trabajo se está educando a los alumnos? ¿Para un trabajo basado en la tarea, en el desempeño del puesto de trabajo, en la empleabilidad, aunque se aderece con valores, trabajo en equipo, y cosas por el estilo? En este caso, estamos preparando a las generaciones futuras para un trabajo que quiebra.
  • Pero, más importante todavía, ¿qué forma de trabajo despliegan los enseñantes? Pues si está basada en horarios establecidos, tareas programadas, programas ajenos a su contacto con la realidad vital… ¡no pueden sino reproducir en su educación el sistema establecido –y ahora en crisis– por muy buena voluntad que tengan! En mi experiencia, no deja de ser significativo que se creen comisiones de innovación, calidad, excelencia educativa… ¡siempre sobrevolando el núcleo del trabajo, sin penetrarlo jamás!

El escenario ha hecho explosión, y ahora nos toca construir desde nuevas premisas, desde nuevos enfoques, desde nuevos conceptos, desde una idea distinta de sociedad. Como dije hace algún tiempo, innovar hoy es innovar el concepto de innovación. Y creo que, barridas las ficciones que nos han hecho ocultar lo que ocurría, interesada o ingenuamente, nos toca mirar de cara a la dura realidad y preguntarnos: ¿Ahora qué tenemos que hacer?


[1] Nótese que esta tensión es el reflejo especular, como no podía ser menos hablando de educar, de la que sufre el individuo en la contradicción insalvable entre su socialización institucionalizada y su condición de ser deseante.

[2] Por referirme a dos películas muy diferentes sobre este tema, “Esta tierra es mía” o “El club de los poetas muertos”. Pero tampoco podemos olvidar que entre los movimientos reaccionarios, los maestros son un objetivo de persecución “preferente”.

Bibliografía utilizada

Argitaratua

XVII Jornadas Pedagógicas, marzo 2010, Ikastolen Elkartea. Artículo en la revista Ikastola, nº 181, marzo 2010, en euskera.

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