En Euskadi, como en toda Europa, estamos inmersos en una red de discursos y arengas sobre la imperiosa necesidad de innovar como última salida a la pérdida de competitividad que experimentamos ante las (mal) llamadas economías emergentes. Pero los resultados de tal insistencia son particularmente escasos, por lo que cabe preguntarse si no tendremos un problema profundo de enfoque en el tema…
Toda la historia de la Humanidad es una gigantesca demostración de innovación, por lo que no deja de resultar curioso que en nuestros lares apelemos al hecho innovador como lo excepcional en lugar de como un hecho natural. Pues innovar no es otra cosa que hacer emerger lo nuevo para que, a través de la intensidad y velocidad que adquiere, se diferencie de lo anterior. Si tan difícil, a la vez que tan crítico, nos parece desplegar algo consustancial al ser humano, cabe preguntarse: ¿Dónde muere la innovación?
Mi enfoque, acertado o no, es sencillo: Nos estamos equivocando promoviendo la innovación en lugar de reparar en que innovadores los hay por doquier y que, por tanto, la cuestión es: ¿Qué estamos haciendo para ahogar la innovación? Sin poderme extender en este artículo, trataré de dar algunas pinceladas de dónde reside el problema.
En primer lugar, es un hecho incontrovertible que la esencia del trabajo en las llamadas sociedades desarrolladas ha mutado sustancialmente desde la masividad del trabajo físico, mecánico, hacia su conversión, tendencialmente masiva, en trabajo cognitivo; al tiempo que se ha desestructurado, multiplicándose las modalidades de trabajo (fijo, precario, parcial, autónomo, a domicilio, y un largo etcétera) así como su extensión espacial y temporal (¿dónde se trabaja hoy? ¿cómo puede delimitarse el tiempo de trabajo cognitivo?). Con todas las contradicciones y convulsiones que ello comporta, lo cierto es que la nueva esencia del trabajo apunta necesariamente a grados de autonomía cada vez más elevados, y es en la autonomía donde está contenido el potencial de la innovación. Por tanto, podemos extraer una primera conclusión: En la nueva esencia del trabajo está contenido un gigantesco potencial de innovación (mucho mayor que en los colaterales esfuerzos en I+D).
Sin embargo, nuestras organizaciones (no sólo las empresariales, también las educativas, sindicales y políticas) siguen estructuradas como si el trabajo masivo fuera físico (y, por tanto, la masa de trabajadores fuera esencialmente fuerza física), lo que comporta formas de control, horarios de trabajo, organización de la producción, primas de productividad, determinación de tareas, definición de puestos de trabajo… propios de la etapa industrial de producción masiva, en pleno auge del potencial del trabajo cognitivo. Y, por supuesto, mentalidades, conceptos de gestión, culturas empresariales, lenguaje… siguen firmemente anclados, más allá de ampulosas declaraciones, en la esencia de las organizaciones como contenedores de trabajo masivamente físico.
Este comportamiento esquizofrénico constituye, en mi análisis, un auténtico destructor para el despliegue del potencial innovador contenido en la multitud, en la multiplicidad de posibilidades. Pues para realizarse, la persona innovadora –cualquier persona– tiene que encontrar líneas de fuga de las estructuras imperantes, lo que implica que a su deseo innovador tiene que añadir la capacidad política (el juego de poderes, al fin y al cabo) para realizar su deseo a pesar del sistema organizacional en el que se desenvuelve y trabaja (cuyos directivos, seguro, estarán apelando a la creatividad de sus trabajadores un día sí y otro también).
Si mi enfoque es acertado, las políticas de innovación tienen que remitir, inexorablemente, a una transformación de la esencia de nuestras organizaciones (empresariales, educativas, sindicales, políticas…) de forma que puedan desplegar todo el potencial contenido en la nueva esencia del trabajo, todo el potencial de las personas que habitamos este mundo de organizaciones. Y, aviso a navegantes, esta transformación no puede ser sustituida por una panoplia de técnicas adicionadas a nuestras estructuras actuales, tipo trabajo en equipo, motivación, creatividad, EFQM, inteligencia emocional, y otro interminable etcétera, que sólo maquillan el problema de fondo. No puede ser sustituida por caminos ya transitados.
El empeño, lo sé, no es fácil, pero tampoco lo va a ser la situación a la que estamos abocados si no lo emprendemos. Y, para tener éxito como sociedad, el empeño tendrá que ser, precisamente, social, socializable, sustentado en redes amplias y densas de comunicación. En este aspecto, las políticas institucionales podrían aportar decisivamente, siempre que no caigan en la trampa de volver a lo ya transitado, a lo déjà vu... Para ser una sociedad innovadora tenemos que innovar nuestra forma de enfocar la innovación.